Llega el mes de diciembre y ya huele a Navidad; la calle se llena de rostros alegres y sonrientes, bueno, lo de sonrientes no lo puedo saber por las mascarillas que la mayoría llevamos, pero el ambiente aparece de otros colores -será por las luces que adornan nuestras calles- y los villancicos que se oyen por allende no se sabe y que alguien debe cuidar de su difusión a través de la megafonía. Los comercios se llenan de parroquianos que buscan los regalos adecuados para cada uno de sus allegados y familiares, y que ávidamente se abalanzan sobre artículos como si no existiese el mañana. Además hay ofertones de los famosos días ‘negros’ y aprovecharemos para gastar todo lo que permita la tarjeta de crédito. Esto es lo que nos insinúa la tele machaconamente: “¡¡¡Compra, gasta, se feliz!!!”
Y obedecemos, y nos acordamos de nuestros familiares, de esos con los que no hablamos ni por teléfono desde hace un montón de tiempo, bueno, al menos unos once meses. Y el corazón henchido de felicidad provoca en nuestra aura una iluminación especial que se nota en nuestro rostro –al menos se imagina, por eso de la mascarilla- con cara de pánfilo. Saludamos a los que creemos nuestros vecinos y amablemente les deseamos un buen día y una feliz Navidad y tal y tal. (No son vecinos, son conocidos de la familia del 3º Derecha, que han venido a mostrar sus condolencias por el fallecimiento de la abuelita).
Y yo aquí pasando la tarde con la televisión frente a mí y una película tras otra de esas de moquero en mano y en la otra unas palomitas de microondas. Y entre los espacios –múltiples y prolongados ellos- publicitarios mi mente vuela sin alas por los jardines de la imaginación, divagando sobre lo fácil que lo tiene el Poder para aleccionarnos, encauzarnos, llevarnos por la vereda pretendida por Ellos; y nosotros, como hipnotizados borreguitos del Norit, allá que vamos tan contentos. Se reanuda la película y el guión se desarrolla mostrando lo buena gente que hay por el mundo, sin maldad ni malas intenciones, con un final que desborda los lagrimales, incluso de los más reticentes, zollipando y tosiendo por culpa de la palomita que se ha quedado detenida en el camino.
Pasado este mal trago, vuelvo a mis jardines pensando lo bien organizada que está la vida y con qué generosidad nos dirigen Aquellos dirigidores, sabios entre los sabios, que nos impiden que caigamos en las tentaciones… “¿Qué tentaciones, joer? Si no podemos ni levantar la cabeza”. “Y yo que sé, vaya usted a saber. A mí no me complique la vida.” Me contesto a mí mismo con un rictus que aparece en mi rostro sin apenas ensayar, algo así como si fuera de generación espontánea. Que no digo yo que no sea de generación espontánea, pero si afirmo rotundamente que de mi generación esto no es. Lo juro.
Que se me entienda o no, eso ya es otra película; yo si me entiendo, faltaría más. Si George Orwell levantara la cabeza…