Hay canciones que solo se pueden escuchar entrando en ambiente. Para la que cuelgo a continuación este sería un ejemplo:
Aviso de que tal y como lo describo, ya no existe nada –la calle si, pero no se parece- y el bar, tampoco.
Andaba yo cansino, sin rumbo y sin compañía por una cuesta empinada y un calor de mil demonios y decido entrar en una tasca –en la que no había estado- de cortina de chapas de cerveza, por las moscas ya se sabe. Al principio cuesta acostumbrarse a la poca luz y darse cuenta que los parroquianos son escasos y distribuidos discretamente por los rincones, como si no se conocieran. Tras de la barra, un hombre de mediana, bueno, mejor de tres cuartos de edad, sin afeitar de bastantes días y escaso pelo en la azotea que no me saluda ni se inmuta ni se quita el Celta chupado de la comisura de los labios y al que solicito una jarra –ya se entiende que con vino dentro- con vaso y un plato de tomate a rajas –se entiende que con sal y aceite- y unos cortes de bonito seco (se secan al sol y están de muerte) pero que no entiende que en un plato, por lo que me lo prepara sobre un trozo de papel de estraza.
Recojo mi comanda y me siento en una mesa cerca de la sinfonola. Empiezo a degustar y a acompañar con vino del campo el buen bonito graso sin que allí se escuche una mosca, perdón, moscas si, alguna que otra que amenaza con llevarse un trozo de bonito. Las miradas furtivas se cruzan pero disimulamos muy bien con alguna tosecilla para aliviar la carraspera.
Así transcurren los minutos y yo he acabado con mi aperitivo y casi con la jarra de vino; los parroquianos han solicitado el relleno de sus respectivos vasicos. Ya más relajado, me levanto hacia la máquina de discos, introduzco una moneda y sin mirar siquiera la oferta musical, selecciono el J5 (por ejemplo). El vinilo saca de sus entrañas un rasgado de guitarra que hace levantar la vista hacia la máquina a aquellos adormecidos bebedores. Cuando se arranca el cantaor, se empieza a conjeturar el nombre, el estilo, la cuna, etc. Uno dice que es Chocolate, el otro que Agujetas el Viejo, el otro que es el Gitano Feo, pero sin discutir los unos con los otros. Solo lo dicen y vuelven a agachar la cabeza. Yo quieto callado porque no entiendo ni papa de flamenco ni de lo que dice el cantaor. Pero me toca el alma.
Pido otra tapa de bonito y rellenar la jarra. Y así, de medio lado en la silla, con la mirada al suelo -¡joer que sucio está!-, tirando de vino y bonito, el alma se conmueve con ese cante ‘sentio’ como apunta alguien, que hasta las volutas de humo de los cigarrillos se esperan para disiparse.
Y esto es todo lo que recuerdo de aquella tarde de agosto, en la cuesta del Alto en Cartagena, en una sombría tasca y de una sinfonola que me devolvió a cambio de una moneda, una desgarrada canción flamenca y que nunca volví a escuchar porque no he vuelto a encontrar el ambiente especial que requiere el flamenco. Ni aquellas tascas de antaño.