Después de despachar, sin compasión ni remordimiento alguno, una apetitosa comida en casa a base de pimientos de “Padrón”, que no lo eran pero se asemejaban y unas anguriñas (esas cosas grises que parecen fideos gordos parecidas a las gulas pero sin ojos) con sus láminas de ajo y su cayena, como es de rigor, me he plantado ante un plato (creo que no me he plantado yo ante él, si no el plato ante mí, desafiante) hondo, para más señas, de esos que pueden albergar como medio litro de líquidos sin derramarse, conteniendo una docena de fresas previamente cortadas en pequeños trozos, azúcar suficiente para un galgo como yo y cubierto todo con vino tinto, elaboración que ya tenía preparada antes de la comida al objeto de que se macerada y diluyera el azúcar. En éstas estamos el plato y yo, mirándonos como dos púgiles momentos antes del combate; el plato y su contenido pensando, quizá -eso no lo sé, porque puede que los platos no piensen- algo así: “Veamos si este elemento es capaz de zamparse esta maravilla”. Mientras, yo, algo ceñudo, viendo que todo aquello podría resultar épico ventilarlo, pienso: “Si te crees que no podré contigo, ¡vas listo! Te voy a dejar como para que no te frieguen”. Y de esta guisa, vaciando el contenido de mis pulmones mediante una prolongada exhalación realizada mayormente para hacer hueco, tomo con decisión la cuchara de postre y comienza el desafío.
No se ha prolongado mucho esta competición, calculo que unos diez minutos y su desarrollo ha sido así: Por mi parte, entré a saco, con valentía y sin rubor alguno, como si el mundo se acabara. Cucharadas con vino y trozos de fresa, machaconamente, a buen ritmo, sin pausa, con movimientos rítmicos de mi siniestra. El plato me miraba y yo lo miraba a él, estudiándonos, calculando nuestras fuerzas. Yo veía satisfecho como mis incursiones en su territorio daban los frutos esperados. Él, con una sonrisa chulesca de gesto torcido, de esas de las películas americanas, contemplaba como su contenido mermaba progresivamente. Para mis interiores profundos, me pregunto cuál será la razón por la que este jodido plato se deleita, aparentemente, viendo que la partida me pinta favorable. Pero, ya cuando me empino el plato para liquidar el escaso vino que aloja, entonces, de no se sabe de qué lugar del plato, surge una sonora carcajada que me eriza el par pelos o nueve de mi cabeza. ¡Si yo he conseguido doblegar a mi contrincante! ¡No he dejado rastro de su contenido! ¿A qué viene ese disfrute? ¿He dicho alguna gracia? No, estaba muy ocupado derrotándolo.
Tengo por costumbre, posteriormente a las comidas, recostarme en mi sillón abatible con el propósito de ver las noticias –que nunca veo porque caigo en los brazos de Morfeo en un periquete- y hoy ha sido otro día normal. Normal digo, por decir algo, porque he caído en el sillón como un árbol abatido por un rayo; y he tenido un sueño. O una pesadilla, qué sé yo. “Estaba hablando con el solitario y vacuo plato de las fresas, ese del desafío. Seguía riendo como si estuviera en un festival de chistes y cuanto más reía, más me soliviantaba. Sin poder remediarlo, y sin ánimo de ofender, he gritado: “¿Se puede saber de qué te ríes maldito plato vintage?”. El plato, serio como la bragueta de un soldado, me responde: “Has tenido una magnífica victoria, por lo que te felicito efusivamente, pero tus ansias de ganar han nublado tu mente y no has pensado que el vino con azúcar y tomado con una pequeña cuchara facilita mucho la intoxicación etílica. ¡Qué tengas una excelente siesta, príncipe!”
PD: Me he tomado un Alka-Seltzer. Son las 19:00h
Moraleja: Ríe mejor quién ríe el último.